Vivíamos en el séptimo piso de un edificio de construcción antigua y restaurado interior en una tranquila avenida de París. Al atravesar el portal había una lampara colgante, de forma redonda que emitía una luz cálida, acogedora y una escalera de mármol, grande; con una balaustrada de caoba, brillante. La escalera tenía forma de caracol.
Desde el salón, en la pared de enfrente a la que donde se encontraba la puerta de la cocina, a la misma altura, estaba la puerta de nuestra habitación. Era de un color gris perla, siempre me fascinó ese color. Podría parecer fría, pero no, era enormemente cálida. Desde la puerta a mano derecha había un gran armario, donde almacenábamos toda nuestra ropa, y a mano izquierda, dos butacas “chester” de color tabaco y entre ellas un pequeño armario con diversos cajones donde almacenábamos la música de nuestra vida, cd's, lp's, vinilos... y sobre él un reproductor de música, pequeño, modesto, pero que cumplía su función. Presidiendo la habitación se encontraba una cama, grande, de matrimonio donde dormíamos las dos juntas. Jamás sabré porque dormíamos así, no lo sé, siempre lo hicimos [...]. Había dos medias almohadas, nunca entendí tampoco porqué, ya que a las dos nos gustaba blanda y mullida; de esa en la que se te hunde la cabeza al apoyarla. El edredón, de plumas, era blanco. La cama era con dosel [...]. A cada lado había una mesita, sencilla, eran diferentes ya que nunca nos pusimos de a cuerdo en cual poner. La suya, que se encontraba a la derecha, era sencilla, pero con algún detalle tipo coríntio; siempre le encantaron las columnas, era marrón avellana. Sobre ella reposaban un par de libros del filósofo Hume y un libro llamado “El beso”; que también le regalé el día que nos conocimos, y una lámpara de tulipa de color rojizo. La mía, de madera de ébano, a la izquierda, había un libro de Descartes, otro de Schopenhauer y “Elogio de la locura” de Erasmo, y una lámpara normal, de pantalla de color azul cerúleo. Había dos ventanas, de tamaño estándar, y bajo las ventanas había una cestita, más o menos grande, cubierta con un cojincito de cuadros escoceses, sobre tonalidades rojas, donde dormían nuestras gatas. Amabas dos se llamaban Nana. Eran siamesas. Recuerdo sus profundos ojos azules... Y su nombre. Las adoré, las adoramos siempre, quizás simplemente por todo lo que significaban y simbolizaban. Contiguo al armario, del mismo color madera de pino, se encontraba la puerta que daba al baño.