martes, 29 de marzo de 2011

Viejas, pero maravillosas glorias.

  




            Vivíamos en el séptimo piso de un edificio de construcción antigua y restaurado interior en una tranquila avenida de París. Al atravesar el portal había una lampara colgante, de forma redonda que emitía una luz cálida, acogedora y una escalera de mármol, grande; con una balaustrada de caoba, brillante. La escalera tenía forma de caracol.


             Al llegar al séptimo piso, a mano izquierda, había una puerta, antigua también, con una gran letra “B” de color dorado, ese latón antiguo que el encargado de mantenimiento se ocupaba de lustrar e intentar que siempre luciera limpia y brillante. La puerta, era de la misma madera lacada que la balaustrada. El felpudo era sencillo, de color tabaco sin dibujos.


             Al atravesar la puerta, ésta por detrás estaba pintada de un color blanco roto, casi hueso; mismo color que lucían el resto de puertas y el rodapié de toda la casa. La puerta presentaba una mirilla con la tapita de color dorado, ya deteriorada. El color de las paredes era beige y el techo blanco, del que colgaba una lámpara sencilla, con una pantalla de tela del mismo color de la pared, que irradiaba una luz tenue. El suelo, al igual que el de toda la casa, era de parqué claro, que disimulaba muy bien las rayas y su antigüedad. A la izquierda de la puerta, pegando a la pared, había una alfombra de color rojo donde reposaban las zapatillas de casa o los zapatos, según la ocasión; y a la derecha un perchero de color castaño, de pie; no de esos que se cuelgan en la pared. En sus brazos descansaban dos bufandas, un sombrero tipo “bombín” de color negro y dos gabardinas: una negra con cinturón y otra de cuadros escoceses y unos enormes botones rojos. En las cuatro paredes del escueto hall colgaban fotos de la Torre Eiffel de diferentes épocas y estaciones del año; todas ellas a tamaño de media cuartilla y un marco negro, estrecho y levemente brillante. Al avanzar por el corto y estrecho pasillo se encontraba un arco que daba paso al salón, la habitación más vivida de toda la casa.


             El salón estaba pintado de color granate, muy agradable y el techo era blanco impecable, con una moldura clásica alrededor. El techo era alto, al igual que el de todo el edificio al tratarse de una construcción antigua. La habitación era amplia. Las paredes estaban desnudas, pero apoyadas en ellas había multitud de estanterías, todas las que la habitación era capaz de soportar; con millares de libros ordenados por orden alfabético de autor. Descansaba, apoyada en una de las estanterías, una escalera vertical, de esas que llaman “de pintor” para alcanzar los libros que estaban más altos. Al final de la habitación había una amplia ventana con unas cortinas, impecablemente planchadas, de algodón salvaje, de un color a caballo entre el beige y el castaño; cuya largura llegaba a mitad de la ventana. Tenía un alfeizar hacia afuera pero también hacia dentro, siendo más amplio el interior. En él, había dos cojines bien mullidos para sentarse cómodamente y muchos más, apoyados en la ventana, de diversos tamaños y tonalidades del granate al blanco. Más o menos en el centro, había un sofá de dos plazas, a rayas blancas y rojas y, delante de éste, una mesa de café de cristal sobre la que reposaba alguna que otra revista y la decoraban una lámpara, modelo Tiffany de multitud de colores y un juego de matruscas rusas en tonalidades azules. Bajo la mesa, había un puf de patas de madera de nogal, tapizado en terciopelo verde botella. En el techo había una araña, con estructura de cinco brazos de hierro fundido y cinco bombillas y multitud de cristales de diferentes formas, tamaños y talla. A mano derecha del arco había una mesa, bien improvisada, ya que constaba de una columna de mármol que imitaba al estilo jónico y una cristal, de forma redonda, pesado y grueso, que reposaba sobre ésta. A su vez, sobre el cristal, había un vaso de cristal de bohemia que hacía las veces de jarrón, donde solíamos colocar flores frescas y, eventualmente, orquídeas; ya que siempre fueron nuestras preferidas. Alrededor de la mesa había dos sillas, colocadas de frente, que habían encontrado en una olvidada tienda de antigüedades en una avenida oscura de esta maravillosa ciudad. Ese era el lugar donde comíamos. Y frente a la mesa, apoyada en la pared una mesa auxiliar, con dos copas rescatadas también de una húmeda tienda de antigüedades de un compatriota español, que las había rescatado de un antiguo juego de copas de la Real Fábrica de cristales de La Granja, junto con dos vasos corrientes decorados con fresitas rojas y rosas. También había  unas cuantas botellas de vino, Rivera de Duero; todo ello contiguo a un montoncito de tres juegos de manteles y servilletas: negro, beige y granate. Al lado de esta mesa había una puerta que daba a la cocina.


             [...].


            Desde el salón, en la pared de enfrente a la que donde se encontraba la puerta de la cocina, a la misma altura, estaba la puerta de nuestra habitación. Era de un color gris perla, siempre me fascinó ese color. Podría parecer fría, pero no, era enormemente cálida. Desde la puerta a mano derecha había un gran armario, donde almacenábamos toda nuestra ropa, y a mano izquierda, dos butacas “chester” de color tabaco y entre ellas un pequeño armario con diversos cajones donde almacenábamos la música de nuestra vida, cd's, lp's, vinilos... y sobre él un reproductor de música, pequeño, modesto, pero que cumplía su función. Presidiendo la habitación se encontraba una cama, grande, de matrimonio donde dormíamos las dos juntas. Jamás sabré porque dormíamos así, no lo sé, siempre lo hicimos [...]. Había dos medias almohadas, nunca entendí tampoco porqué, ya que a las dos nos gustaba blanda y mullida; de esa en la que se te hunde la cabeza al apoyarla. El edredón, de plumas, era blanco. La cama era con dosel [...]. A cada lado había una mesita, sencilla, eran diferentes ya que nunca nos pusimos de a cuerdo en cual poner. La suya, que se encontraba a la derecha, era sencilla, pero con algún detalle tipo coríntio; siempre le encantaron las columnas, era marrón avellana. Sobre ella reposaban un par de libros del filósofo Hume y un libro llamado “El beso”; que también le regalé el día que nos conocimos, y una lámpara de tulipa de color rojizo. La mía, de madera de ébano, a la izquierda, había un libro de Descartes, otro de Schopenhauer y “Elogio de la locura” de Erasmo, y una lámpara normal, de pantalla de color azul cerúleo. Había dos ventanas, de tamaño estándar, y bajo las ventanas había una cestita, más o menos grande, cubierta con un cojincito de cuadros escoceses, sobre tonalidades rojas, donde dormían nuestras gatas. Amabas dos se llamaban Nana. Eran siamesas. Recuerdo sus profundos ojos azules... Y su nombre. Las adoré, las adoramos siempre, quizás simplemente por todo lo que significaban y simbolizaban. Contiguo al armario, del mismo color madera de pino, se encontraba la puerta que daba al baño.


             El baño era de baldosa blanca, impecable, no era muy grande la verdad, constaba de un retrete normal y de dos lavabos empotrados en esa especie de armario con encimera de color caoba y dos espejos antiguos, con esas manchitas que se forman, rescatados de la basura en un día lluvioso. La bañera era antigua, de esas que tienen patitas. Toda la grifería era de color dorado


             No era una casa ostentosa ni mucho menos, pero era nuestra casa. La casa de dos amigas[...].


 Siempre nos quedará esto como refugio.

lunes, 28 de marzo de 2011

Progreso, progreso, progreso...


Creo que soy una de las persona más nostálgicas que conozco; nostálgica de ese romanticismo y encanto especial que tienen las pequeñas cosas pasadas.

Por ejemplo, uno de mis mayores placeres es escuchar la música en vinilo. Os preguntaréis, ¿y eso por qué? Por que paladeo ese eco antiguo combinado con el sonido que produce la aguja al rozar con el disco, ¡qué maravilloso!



Con el sobrevenir del progreso y la modernidad hemos perdido pequeños placeres como el ring-ring del teléfono, la cultura radiofónica (sí, sentarse todos alrededor de la radio a escuchar qué ha sucedido durante el día), la luz de ambiente amarilla (ahora todo son esas luces halógenas de un color blanco rancio-hospital), los botes de carrete de máquina de fotografía a los que tanto uso dábamos, de las faldas con vuelo y los lunares, la buena música (o al menos lo que yo entiendo por buena música), los veladores en los jardines, los rótulos de cerámica lacada de las calles, remendar los calcetines, el uso del abanico y de la sombrilla, las boyas de cristal de colores, el uso de los norays...

Tantas y tantas cosas... pero bueno, este es el pequeño coste del progreso (que también nos brinda cosas maravillosas, por supuesto).



Seguramente estas cosas no le importen a mucha gente; sólo recaemos en ellas los románticos y nostálgicos... como yo

sábado, 26 de marzo de 2011

Caricias de una luz anaranjada.

Un impulso irrefrenable y irremediable me presionaba ayer tarde a salir a pasear.

Ese olor a hierba segada y un sol que te hace caricias en la cara; un sol anaranjado que le da a todo un toque vintage y romántico.
Echo a andar por el camino de siempre: la rutina ese algo placentero.

Y, de pronto, me cruzo con dos niños. Los dos ya llevan manga corta y, la verdad, es que la temperatura de entonces invitaba a ello. Recogen margaritas y dientes de león para regalárselos a su mamá.

¡Qué maravillosos estas brisas primaverales y veraniegas!

Disfrutemos de ellas ya que, como dice el refrán, ¡en Abril aguas mil!

Recordad, sed extraordinarios :)