Creo que soy una de las persona más nostálgicas que conozco; nostálgica de ese romanticismo y encanto especial que tienen las pequeñas cosas pasadas.
Por ejemplo, uno de mis mayores placeres es escuchar la música en vinilo. Os preguntaréis, ¿y eso por qué? Por que paladeo ese eco antiguo combinado con el sonido que produce la aguja al rozar con el disco, ¡qué maravilloso!
Con el sobrevenir del progreso y la modernidad hemos perdido pequeños placeres como el ring-ring del teléfono, la cultura radiofónica (sí, sentarse todos alrededor de la radio a escuchar qué ha sucedido durante el día), la luz de ambiente amarilla (ahora todo son esas luces halógenas de un color blanco rancio-hospital), los botes de carrete de máquina de fotografía a los que tanto uso dábamos, de las faldas con vuelo y los lunares, la buena música (o al menos lo que yo entiendo por buena música), los veladores en los jardines, los rótulos de cerámica lacada de las calles, remendar los calcetines, el uso del abanico y de la sombrilla, las boyas de cristal de colores, el uso de los norays...
Tantas y tantas cosas... pero bueno, este es el pequeño coste del progreso (que también nos brinda cosas maravillosas, por supuesto).
Seguramente estas cosas no le importen a mucha gente; sólo recaemos en ellas los románticos y nostálgicos... como yo.

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